Me vencí a mí mismo
¿Alguna vez has subido un volcán?
Una de las memorias más marcadas en mi mente es de cuando subí un volcán. Habré tenido entre 9 o 10 años. Íbamos con el grupo de jóvenes de mi iglesia llamado IKTUS y fue una de las mejores aventuras de mi vida.
Recuerdo que subimos de noche, formados en dos grupos. Uno de los grupos se perdió y tuvimos que esperarlos para continuar el recorrido. Lo que debió ser una escalada de 6 horas se volvieron casi 12.
El Volcán de Agua tiene 3760 metros sobre el nivel del mar y es el sexto más alto de Guatemala, en la cumbre tiene un cráter y una capilla. La vista desde la cumbre es impresionante. Fue una experiencia inolvidable.
Cada vez que podía, contaba esa experiencia y cada vez, añoraba con repetir la aventura.
Pasaron 37 años para volver a subir un volcán.
Con dos amigos más planeamos subir el Volcán Acatenango, el tercero más alto de Guatemala con 3976 msnm. Los 3 íbamos a subir desde la aldea San Miguel Dueñas, que está a 1460 msnm, para un recorrido vertical de 2556 metros. Uno de los tres era el experto y sería nuestro guía.
Habíamos acordado empezar a subir un jueves a medianoche para llegar el viernes a ver el amanecer. Iba a ser una escalada de 4 horas. Pero a último momento uno de mis amigos no pudo ir, y resultó que él iba a ser el guía de nosotros. Sin embargo, con mi otro amigo decidimos seguir con el plan.
Empezamos la caminata a las 10:45 de la noche, y desde ese momento empezó la inexperiencia a cobrar la factura. Primero, no pudimos configurar el reloj GPS que nuestro amigo ausente nos había prestado. Y segundo, iniciamos con un ritmo demasiado rápido. Lo que debimos caminar en una hora, lo hicimos en 25 minutos. ¿Qué de malo tenía ir rápido? Escalar requiere de energía continua, y nosotros nos habíamos cansado muy rápido.
Por fin logramos configurar el reloj, que nos iba dictando la ruta, lo cual nos dio la sensación de seguridad, hasta que dejó de funcionar. Nuevamente, habernos aventurado sin alguien con experiencia volvió a pasar factura. Había pasado cerca de dos horas cuando llegamos a una intersección. Nos detuvimos, descansamos un momento, consultamos el GPS pero nos dictaba una ruta que no entendíamos. En eso llegó un grupo de escaladores y al preguntarle al guía, nos confirmó que lo que el GPS nos decía era correcto: a la izquierda.
Luego de unos minutos, continuamos el viaje. Izquierda, y más izquierda y más hacia la izquierda, hasta que llegamos a un camino que no parecía el correcto. Por alguna razón el GPS nos indicaba la ruta correcta, o por lo menos, no indicaba que estuviéramos mal.
Poco a poco subíamos con dificultad la ruta que teníamos en frente. «Si va para arriba, vamos bien» me decía mi amigo. Así que, seguíamos escalando.
La poca luz de las lámparas de cabeza y la tenue iluminación de la luna no ayudaban mucho a saber dónde estábamos. Pero seguimos subiendo. Tuvimos que tomar varios caminos al azar, siempre a la izquierda y mientras fuera hacia arriba.
Empecé a detenerme cada 20 o 30 metros para recuperar el aire y regular mi respiración. Tomábamos descansos de 1 o 2 minutos y seguíamos. Íbamos caminando por un área despejada y solo alcanzábamos a ver la silueta del volcán.
Con toda sinceridad debo confesar que varias veces pensé que no lo lograría, mi respiración estaba muy agitada, el frío y el viento empeoraba la situación y pensé varias veces que mi ritmo cardíaco era muy elevado para el esfuerzo que estaba poniendo.
El dolor de piernas, el frío y la frustración de saber que no íbamos por el camino correcto hacía que el recorrido fuera más difícil. Pero seguíamos.
Empecé a ver que las horas avanzaban y no había señales de llegar. Este volcán, antes de la cumbre, tiene una sección que se le llama la horqueta, esta está a 300 metros de la cumbre, y por lo menos queríamos llegar allí, pero no se sentía que estuviéramos cerca. Pero continuamos.
Las horas transcurrieron, y cerca de las 4 de la mañana, empezamos a ver lo que parecía la cumbre. El camino era de arena volcánica, suelta y poco estable. Caminábamos por un sendero descubierto, a la derecha hacia arriba una ladera de arena y rocas, a la izquierda hacia abajo, lo desconocido. La luz no llegaba a iluminar qué había.
Como pudimos, mi amigo y yo continuamos. A lo lejos empezamos a ver destellos de luces que se movían. Llegamos a un punto donde el sendero desapareció y debíamos hacernos nuestro propio camino. Apoyándonos en rocas y arbustos avanzábamos lo que las piernas nos dejaban.
Fue a las 4:45 de la mañana que llegamos a la horqueta. Nos encontramos con un grupo de escaladores que estaban por iniciar el ultimo acenso a la cumbre, eran las primeras personas que veíamos desde hacía unas cuantas horas.
No teníamos referencia de dónde estábamos, así que a los 2 minutos que empezamos a ver que este grupo avanzaba hacia la oscuridad, los seguimos. Eran unos 6 escaladores, y a medida que avanzábamos hacia arriba, empezamos a ver que uno de ellos se detenía. Otro más se sentaba por un momento y seguía. Los demás nos adelantaron mucho y solo veíamos las luces intermitentes, opacadas por el viento y neblina.
Después supe que subimos por lo que se conoce como la maldita, y sí que hace honor a su nombre. Esta cuesta tenía un sendero que no recuerdo en qué momento dejó de existir. La única manera de continuar era poniendo los pies en lo que parecían rocas firmes y pequeños arbustos.
La inclinación era tanta que había que mantener el cuerpo hacia adelante, de otra manera se corría el riesgo de caer hacia atrás. Llegó un momento que me incorporé y por poco pierdo el equilibrio, fue allí donde decidí que iba a subir usando los brazos y las piernas.
Buscaba rocas para impulsarme hacia arriba, mientras mi respiración se agitaba cada vez más. La neblina era tan densa que apenas se lograba ver uno o dos metros hacia arriba. Apenas escuchábamos los ánimos de quienes se nos habían adelantado, pero no sabíamos cuánto más había que subir. El punto de no retorno lo habíamos pasado hacía mucho tiempo atrás, así que seguimos.
Como pude, agarrándome de donde podía, seguía avanzando. Mi amigo se había adelanto varios metros, impulsado por su deseo de que terminará de una vez por todas esa locura.
Como pudimos, y 15 minutos antes del amanecer llegamos a la cumbre.
A mis 47 años, grité de emoción. La alegría de llegar fue inmensa. No pude llorar, aunque se me llenaron los ojos de lágrimas, pero lo hago ahora.
Recuerdo los sentimientos durante esas 7 horas de acenso, y fueron muchas lecciones que aprendí. Pero de las más importantes: aprendí a no darme por vencido. Mi vida ha estado plagada de proyectos inconclusos, y había estado en un proceso difícil de encontrarme a mí mismo en el pasado y en el presente y este había sido un paso a la sanidad.
Ese día me vencí a mí mismo y llegué hasta la cima.